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Estelas de condensación.

Novela inicial.

11.09.2013 14:37

   Este es el primer borrador de la novela que, hace más o menos un año, empecé a escribir. Posteriormente, decidí aparcarla para iniciar otro proyecto, que es en el que actualmete he decidido dedicar todo el tiempo y esfuerzo posible. Pero..., ¿por qué no escribir dos novelas a la vez?. Voy a intentarlo.

   Para empezar, dejaré puesto el prólogo, para hacer boca.

Prólogo Estelas de condensación.

11.09.2013 14:44

                                                                     PRÓLOGO

Prinz-Albrecht-Strass, 8. Cuartel general de la Gestapo, las SS y la Oficina Superior de Seguridad del Reich. Berlin, 1942.

 

    Tres fuertes y decididos golpes y entrar directamente. Así debía presentarse toda persona que quisiera visitar al Reichführer Heinrich Himmler. No había que solicitar audiencia, ya que nadie en su sano juicio se atrevería a interrumpir a la segunda personalidad del Reich sin estar debidamente autorizado. Y la persona que se disponía a entrar lo estaba, pero no por ello era plato de su gusto. Inspirando profundamente, abrió la puerta y entró.

   El Reichfürer parecía diminuto tras el escritorio, donde pilas de documentos casi le ocultaban a la vista del visitante. El mandatario no pareció darse cuenta de la interrupción.

  —¡Heil Hitler!. Se presenta el Obersturmbannführer Walter Heinel,  herr Reichführer —exclamó el teniente coronel, cuadrándose tras dar un perfecto y reglamentario taconazo.

   Ante la aparente indiferencia de Himmler, permaneció en posición de firmes sin atreverse a mover un solo músculo del cuerpo. Transcurrió un eterno minuto hasta que, sin dejar de escribir con su pluma, el Reichfürer habló con su voz suave, casi en un susurro, como hacía siempre que se sentía molesto.

  —¿Espera el Obersturmbannführer Walter Heinel que cierre yo la puerta?

    El teniente coronel dió un respingo casi cómico y se apresuró a cerrarla. Volvió a dar un taconazo y se cuadró. Ahora si levantó la vista el todopoderoso jefe de la seguridad de la Alemania nazi. Tras la montura metálica de sus gafas, los ojos fríos e inteligentes parecieron perforar los del teniente coronel.

  —¿Y bien?

  —Hemos recibido una comunicación de la Guarida del Lobo, señor.

     Como el oficial no continuó, Himmler dejó la pluma con suavidad sobre el documento en el que había estado escribiendo y cruzó los dedos, apoyando las manos en la mesa.

  —¿Necesita el Obersturmbannführer Walter Heinel una petición especial para que me informe debidamente? Me está haciendo perder el tiempo. ¡Hable!

   —Dice que el tiempo es soleado, con ligeras brumas matinales —la boca reseca casi le impidió terminar la frase. Un comunicado como aquél, pese a llevar la máxima prioridad, parecía una tomadura de pelo. Pese a que él era solo un mensajero encargado de informar sobre las transmisiones más urgentes al Reichführer, temía desatar la ira del hombrecillo con un comunicado tan estúpido. Por eso no pudo disimular su sorpresa cuando Himmler respondió:

  —Bien. ¿Han mandado ustedes el acuse de recibo?

  —Por supuesto, Reichführer.

   Himmler volvió a coger su pluma y continuó con su trabajo. Heinel, comprendiendo que se daba por terminada la breve conversación, dio un taconazo y se dio la vuelta para salir.

  —­ Obersturmbannführer. ¿Quién es conocedor de este mensaje?

   La suave voz del jefe de las SS hizo que la mano que se disponía a coger el pomo de la puerta se detuviera como si hubiera chocado contra un objeto.

  —El telegrafista de guardia, el cabo Stommelen y yo mismo, señor.

  —Bien. Destínelo a alguna unidad del frente del este. Preferiblemente a una de primera línea. Y usted olvide ese mensaje. A menos que quiera seguir su misma suerte.

  —¡A la orden, Reichführer!

   Salió del despacho y cerró tras de sí. No le avergonzaba admitir cuanto terror le inspiraba ese siniestro hombrecillo. En apenas un susurro, acababa de sentenciar a muerte a un buen radio operador. Y peor había sido el escueto mensaje que le siguió: “Guarda silencio o te verás desangrándote en cualquier cloaca de Rusia”,

   No tenía ni idea de qué podía significar el mensaje enviado desde el cuartel general del Führer. Lo que sí sabía era que, si en algo apreciaba su vida, debía borrarlo de su memoria.

 

 

 

 

    Una vez solo, Himmler descolgó el teléfono interno que le comunicaba directamente con su secretario Rudolf Brandt.

  —¿Si, Reichfüher?

  —Mande llamar a los jefes del estado mayor, Brandt —y como si hubiera estado a punto de olvidársele, añadió— Ah!, y a Mengele.

 

                                                 *****************

 

      Dos días se había tardado en reunir al Alto mando alemán. En la mesa, presidida por el propio Himmler, se encontraban el mariscal de campo Wilhelm Keitel, el general Kurt Zaitzler, el teniente general Adolf Heusinger, el coronel general Heinz Guderian, el general Fiedrich Fromm y el general Rommel, por parte de la Werhmacht. El almirante Raeder y el contraalmirante Gerhard Wagner por la Kriegsmarine. Y en representación de la Luftwaffe, el mariscal Hermann Goering. También fueron reclamados Goebbels, Canaris y Ribbentrop, ministro de asuntos exteriores.

   Los rostros de los presentes estaban serios. Alguno de ellos, incluso asustado. Todos sabían que el Führer había sido detenido por la Gestapo y se hallaba recluido en la Guarida del lobo, que desde que se inició la Operación Barbarroja había sido su cuartel general Quien más quien menos, temía lo que pudiera salir de esa reunión. Los únicos que mostraban claramente su enfado, eran Goering, Goebels y Keitel.

  Himmler se levantó y esperó que cesaran los murmullos. Cuando todas las miradas se centraron en él, empezó.

  —Señores. Después de la nefasta campaña en Rusia y por el futuro de Alemania, he decidido tomar el mando del Reich. El Führer ha demostrado no estar en sus cabales y se ha convertido en un peligro para la nación. Pretendía centrar todos los esfuerzos de los ejércitos del este en conquistar la ciudad de Stalingrado... y todos ustedes saben que carece de todo sentido estratégico. Si queremos vencer, si realmente deseamos un Reich de mil años, no podemos desangrarnos en tantos frentes. Tarde o temprano los aliados iniciarán la invasión de Europa y no podemos ni debemos retirar más divisiones de Europa Occidental para llevarlas al matadero soviético.

  —¡Pero debemos aniquilar a los bolcheviques! —gritó Goebbels, tirando la silla al incorporarse— ¡Lo que usted está cometiendo es alta traición!

   Varias cabezas asintieron. Rommel tomó buena nota de quienes se mostraban contrarios al nuevo régimen.

  —Ruego al ministro de propaganda que se tranquilice. O si lo prefiere, puede seguir fiel al Führer y acompañarle en su "retiro". Y esto va para todos los que no estén dispuestos a conseguir la victoria final de Alemania. Tienen plena libertad para salir de esta sala. Fuera hay varios transportes que les llevarán a Prusia Oriental.

   Goering se levantó. Gordo como estaba, se alisó lo mejor que pudo el despampanante uniforme blanco.

  —Se ha vuelto loco, Heinrich —dijo el Mariscal del Aire—. No tiene usted ningún apoyo. El ejército permanecerá fiel a su juramento al Führer. Le exijo ser llevado a la Guarida del Lobo.

   Himmler asintió con un gesto de cabeza.

  —Sea. ¿Alguien más desea abandonar la reunión?

   Goebbels, sin responder, se encaminó hacia la puerta. Los centinelas que había al otro lado de la puerta, la abrieron como si lo hubieran estado esperando. Goering le siguió.

  —Todos ustedes serán colgados de ganchos de carnicero. ¡Traidores! —espetó, saliendo.

   Rommel esperó unos segundos antes de continuar.

  —Bien. Espero no haya más interrupciones.

   Guderian se levantó, no para irse, sino para formular una pregunta.

  —Reichführer...

  —Adelante, general.

  —Tenemos informes que aseguran que Stalin prepara una ofensiva de invierno y...

  —Estoy informado, general. Vamos a detener la absurda lucha en Stalingrado y llegaremos a un armisticio con los soviéticos —varias voces le interrumpieron. Himmler levantó las dos manos y esperó que volviera el silencio— El ministro de asuntos exteriores tiene una entrevista con Molotov en Suiza dentro de tres días. Von Ribbentrop. ¿Sería tan amable de ponernos al corriente del plan que hemos elaborado?

   El veterano diplomático se levantó y miró a todos los presentes con una sonrisa que mostraba una seguridad absoluta.

  —Hemos elaborado un plan que nos garantizará un armisticio inmediato con los rusos. Mantendremos el territorio ganado a día de hoy y ordenaremos a nuestras tropas que preparen una línea defensiva en todo el frente. Nuestro Führer se ha negado hasta ahora a proporcionar equipo invernal a nuestras tropas, en la estúpida fantasía de conseguir los objetivos militares antes del invierno. Absurdo. Pero hemos corregido eso. En tres semanas todas nuestras unidades tendrán equipo de invierno completo, así como líquido anticongelante para las armas y vehículos.

 

   El plan de Robbentrop y Rommel proponía detener la ofensiva en Rusia y mantener las posiciones conquistadas. El ejército rojo estaba aún en franca retirada, pese a la resistencia el Lenningrado y las afueras de Moscú. Por supuesto, Stalingrado se había convertido en el punto de referencia de la resistencia soviética al llevar el nombre de su líder, y parecía que el plan de Stalin era obligar a los ejércitos alemanes a desangrarse en la conquista de la ciudad, mientras se preparaban las reservas siberianas para una gran contraofensiva. Otro punto del plan, como muestra de buena voluntad, se devolverían los cientos de miles de prisioneros soviéticos atrapados por la Biltzkrieg y como guinda del pastel, Adolf Hitler sería entregado a los rusos. Con ello se esperaba aplacar las ansias de venganza de Stalin y poder mantener el frente estabilizado.

   Si se conseguía el armisticio con los soviéticos, el frente occidental podría reforzarse con unidades curtidas en combate, lo que dificultaría una hipotética invasión del continente.

   Quedaba un flanco por asegurar. Uno de los posibles puntos de invasión, era la península ibérica. El ejército español había quedado francamente dañado tras cuatro años de sangrienta guerra civil y sería presa fácil para norteamericanos, canadienses e ingleses pese a su neutralidad. Alemania no podía permitir que el sur del continente fuera una puerta de entrada que pusiera en peligro la estabilidad del Reich. Franco no dejaría que España se militarizara con tropas germanas…, a menos que con ellas fueran acompañadas con las medidas necesarias para la reconstrucción completa del país, devastado por los combates y la hambruna. Permitir la ocupación alemana, dejando al dictador español como gobierno títere, a cambio del dinero y el apoyo logístico necesario para levantar la reconstrucción. Así mismo, Alemania podría beneficiarse de los astilleros gallegos, los altos hornos vascos y las fábricas textiles de Cataluña.

   Los analistas nazis aseguraban que si Alemania conseguía cerrar la puerta de Europa a las tropas aliadas, EEUU se centraría en la guerra en el Pacífico, mucho más cercana a sus intereses, ya que el pueblo norteamericano no era partidario de volver a enviar tropas a morir al viejo continente. Cuando Hitler declaró la guerra a los norteamericanos tras el ataque a Pearl Harbor cometió un serio error de cálculo. Los británicos, por sí solos, eran incapaces logística y militarmente de conquistar Europa. Pero, con la alianza con EEUU, si que era posible.

   Por otro lado, y para asegurar más aún el flanco sur, Himmler pensaba ofrecer a Franco la posibilidad de conquistar Marruecos y el resto del norte de África con el apoyo de Alemania. El pequeño caudillo mordería el anzuelo y podría usar las cárceles repletas de carne de cañón republicana para sacrificarla en el desierto. Estados Unidos se encontraría en una curiosa situación; por un lado, tenía el deber moral de ayudar a su eterno aliado europeo, Gran Bretaña. Por otro lado, sus intereses no estaban directamente perjudicados, ya que su comercio con Europa y el norte de África era fácilmente sustituible por otros mercados asiáticos, lo que incidía en la necesidad de combatir a los japoneses. Y sus fronteras físicas tampoco se veían amenazadas por Alemania y sí por Japón, que ya había atacado territorio nacional en Hawai y se sospechaba que la costa oeste americana sería víctima de más ataques, incluso de una invasión.

   Así pues, el presidente norteamericano, siempre pendiente de los votos del electorado, se limitaría a apoyar logísticamente a Inglaterra, pero no participaría en una invasión si el éxito no estaba asegurado o, cuanto menos, que las posibilidades de vencer fueran más altas que las de salir derrotados. Inglaterra se vería sola, aunque no estaba ya en el ánimo alemán pensar en una invasión de las islas británicas. Sería demasiado costoso en material y hombres. Inglaterra vería asegurada su existencia por el apoyo comercial norteamericano y la necesidad de combatir a los japoneses en las colonias asiáticas para proteger la obtención de caucho y petróleo, seriamente amenazados por la elaborada ofensiva japonesa. Lo que llevaba a que la guerra contra Alemania fuera visto como algo secundario, siempre que Churchill tuviera garantías de que Alemania no pensaba invadir Gran Bretaña. En 1941 lo había intentado, saliendo derrotada.

   Todo dependía, pues, de firmar un armisticio con Rusia.

  —Stalin sería muy estúpido si firmara el armisticio —dijo Canaris, jefe de la Inteligencia alemana—. Estamos alargando mucho las líneas de abastecimiento y con la llegada del invierno será peor. Nuestros agentes aseguran una alta concentración de divisiones en Siberia. Solo tienen que esperar la llegada de la nieve y nos arrasarán.

  —Por eso es necesario salir de la ratonera que supone Stalingrado y estabilizar el frente —respondió Ribbentrop. Con una sonrisa, añadió—. Y también sería interesante hacer creer a Stalin que los japoneses, crecidos tras sus continuas victorias sobre Estados Unidos, quieren atacar Rusia por el Este para ocupar los yacimientos de petróleo siberiano, que es lo que realmente nuestro amigo ivan sospecha. Pues le complaceremos dándole falsas pruebas para que no traslade sus tropas siberianas a nuestro frente. Solo necesitamos que lo crea durante dos meses. En ocho semanas tendremos nuestras divisiones reforzadas y no se atreverá a lanzar la ofensiva.

  —¿Cómo piensa engañarle? —quiso saber Rommel.

   Esta vez fue Himmler quien respondió.

  —Nuestros aliados de ojos rasgados van a invadir las Islas Aleutianas como parte de un doble engaño. Para nosotros, hacer creer a los soviéticos  que es un primer paso que llevará a los japoneses a invadir Siberia, y para los nipones, para hacer creer a los americanos que sus esfuerzos bélicos se trasladan al norte. Realmente se tratará de un ataque de diversión pero, como ha dicho el ministro, solo necesitamos que el engaño se mantenga durante ocho semanas.

    Nadie podía negar que, de funcionar el plan, Alemania se aseguraría el control de Europa entera. Rusia, el gigantesco pozo de recursos, tendría que esperar.

 

 

                                                                         ***

 

Stalingrado, enero de 1943.

 

   Hitler fue entregado a los rusos en la ciudad que tantas vidas alemanas y rusas se había cobrado. Con su entrega, se firmó un armisticio en que ambas partes se comprometían a no iniciar las hostilidades si las nuevas fronteras acordadas eran respetadas. Todos sabían que ese acuerdo era papel mojado; los rusos intentarían recuperar algún día el territorio perdido y Alemania volvería para terminar la invasión. Pero en esos momentos, la frágil paz era beneficiosa para ambas partes. Con las infraestructuras rusas obsoletas y el cada día más poderoso ejército alemán, Himmler, nuevo Führer del Tercer Reich, tenía la absoluta certeza de aniquilar a los soviéticos en un futuro no muy lejano.

  En el Pacífico, La marina norteamericana estaba derrotando a la japonesa en cada una de las batallas en las que se enfrentaban. Los ingleses, una vez Alemania hubo reforzado toda la costa desde Noruega a Aquitania, permanecían a la expectativa, esperando una invasión alemana que nunca se producía. Finalmente, firmaron a su vez un armisticio: eran fuertes para defender las islas y colaborar con EEUU para recuperar sus posesiones en Asia, pero carecían de potencial para enfrentarse a los alemanes. Esa paz dio más fuerza aún a la Alemania nazi, que pudo reforzar sus ejércitos, su aviación y su Marina.

   En España, Franco y Himmler firmaron una alianza total. Dos días después de la firma, empezaron a llegar buques mercantes y trenes con alimentos, combustible, maquinaria de construcción, junto a tropas y material de guerra. El flanco sur estaba asegurado.

 

    Y así se cambió la historia… 

EL PADRE JOSÉ

22.09.2013 07:39
                       EL PADRE JOSÉ.
 
El sacerdote entró en la vieja casa que el obispado le había cedido para su trabajo, con la mente ocupada en pensamientos que le preocupaban desde hacía días. Ensimismado como estaba, casi se dio de bruces con la señora García, ama de llaves y casera, que le había salido al paso nada más verlo llegar.
—¡Padre José! Tiene una visita —dijo la mujer, visiblemente exaltada.
Lo primero que pensó el sacerdote fue en la policía política y un escalofrío le recorrió el cuerpo. Por un momento, le temblaron tanto las manos que temió que la mujer se diera cuenta. Afortunadamente, ella parecía mucho más nerviosa que él.
Inspirando profundamente, intentó que su voz sonara lo más normal posible cuando dijo:
—Bien. Deme un par de minutos para que suba mi maletín y...
—Es que le está esperando arriba —y se escurrió como una anguila hacia la portería. La mujer sabía que tenía indicaciones precisas de que nadie subiera a la habitación sin permiso. Antes de desaparecer tras la cortina que separaba su vivienda de la entrada, dijo— Dice que viene del obispado y ha insistido mucho. No pude negarme —y desapareció en su cubil.
El padre José debía haberse enfadado pero, era tal el alivio que sentía al saber que no era la policía quien le esperaba en su habitación, que olvidó rápidamente el desatino de la señora García. Con la respiración agitada aún por la descarga de adrenalina, empezó a subir las escaleras. ¿Quién podría ser? De repente, la idea clara de quien le esperaba arriba se fraguó en su mente en fracciones de segundo. Si venía del obispado, solo podía ser… ¡¡El padre Lorenzo!! Aceleró el paso. Como ya esperaba, la puerta de su habitación estaba abierta.
El intruso estaba de espaldas , ojeando lo que parecía ser un antiguo volumen. No podía verle desde donde estaba, pero el padre José estaba convencido de que había estado pendiente para oírle llegar y montar así su numerito.
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—Magnífico ejemplar, sin duda —dijo sin volverse— Me pregunto dónde conseguirá usted estas maravillas. Son muy difíciles de encontrar.
El padre José dejó el maletín sobre la silla junto a la puerta. Con un suspiro paciente, dijo:
—Siempre es un placer saludarle, padre Lorenzo —no intentó disimular el tono irónico con que le había saludado—¿A qué debo el placer de su visita?
Como respuesta, el hombre dejó el libro que estaba ojeando sobre la mesa. Teatralmente, abrió los brazos como queriendo abarcar con ellos todos los tomos que descansaban sobre el escritorio.
—Todo este derroche... Pagado con el dinero del obispado, por supuesto.
—Eso no le concierne. No sabía que el secretario del obispo tuviera la potestad de poner en entredicho un trabajo ordenado por el arzobispado —recalcó la palabra—. ¿A eso ha venido? Vaya al grano, padre. Estoy perdiendo tiempo. Y la paciencia.
—Solo me hago eco de lo que se oye por el obispado, mi buen amigo. Tómelo como un aviso. Dígame ¿de verdad trabaja usted para el arzobispo?
—Si lo duda, no tiene más que preguntárselo al Reverendísimo señor Arzobispo.
—Lo haré, no le quepa duda. En cuanto tenga ocasión.
—Pues tenga a bien decirme de una vez qué le trae por aquí. Si solo es una visita de cortesía, se la podía haber ahorrado.
El padre Lorenzo tomó el portafolios que había dejado sobre la mesa y extrajo de él un sobre. Lo depositó sobre la mesa.
—Es para usted. Ha llegado por valija diplomática con orden de ser entregado en mano.
—Vaya. ¿Quién me lo envía?
—Buena pregunta. Viene de lo más alto.
—¿De Dios, Nuestro Señor? —el padre José no pudo evitar la ironía en el tono de su voz.
El otro sacerdote se sonrojó.
—¡Es usted un blasfemo! —exclamó—. Viene de Roma. De la Santa Sede.
Esta vez fue el padre José el que se sorprendió. Ignorando por completo al padre Lorenzo, se acercó a la mesa y cogió el sobre. Solo aparecía su nombre, sin remitente alguno.
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—Tiene usted amigos en las altas esferas —dijo el padre Lorenzo—. Pero solo espero que cometa un error, un solo error.
—Vaya con cuidado, no vaya a ser usted el que lo cometa.
Sin esperar respuesta, centró su atención en la misiva que tenía en la mano. Una carta de Roma solo podían ser malas noticias. Para mantener la seguridad, el protocolo que se había acordado era muy claro: mantener al mínimo los contactos entre los grupos operativos. No había comunicación segura, ya que las líneas telefónicas podían estar intervenidas y las radios, fuera del ámbito militar y policial, estaban rigurosamente prohibidas. Solo las palomas mensajeras, tan usadas durante siglos, mantenían una leve pero segura comunicación. Únicamente se usaban para comunicarse entre puntos fijos y libres de vigilancia policial; desde que Juan XXIV llegó al papado y mostró su animadversión por todo lo nazi, cualquier edificio religioso o que formara parte del patrimonio de la iglesia, corría el riesgo de ser vigilado. Cometer un error significaba la muerte para alguien, o algo peor.
—¿No la piensa abrir?
El padre José dio un respingo. Había olvidado por completo al portador de la carta.
—No es para usted, amigo mío. Si va dirigida a mí creo que queda claro que su presencia está de más. Si es tan amable…—.Señaló la puerta.
—Hay más cosas —dijo el padre Lorenzo, rojo de indignación.
Con una mueca de fastidio mal disimulado, el padre José se sentó y cruzó las piernas. No añadió nada más y esperó a que el otro sacerdote terminara de decir lo que fuera que lo había llevado a visitarle.
—Han preguntado por usted. Supongo que eran de la policía —se llevó una desilusión. Había esperado ver alguna señal de malestar o de preocupación, incluso de miedo. Pero el rostro del inquilino de la habitación permanecía impasible— Quizá debería haberlos mandado aquí.
—Puede hacerlo, padre. No tengo nada que esconder.
Le estaba costando trabajo mantener la compostura. Si la policía —y no precisamente la municipal— le estaba buscando, solo podía significar que había habido otra filtración y alguien le había delatado. De ser así, corría un serio peligro. Tenía que averiguar qué estaba pasando y lo que pudieran saber de él.
—¿Por qué supone que era la policía? —intentó darle un todo neutro, como si no le importara.
Pero el padre Lorenzo lució una sonrisa radiante, de triunfo.
—Vaya ¿preocupado? No tengo la menor idea de si eran policías o no —se echó a reír—. El celador de la entrada del obispado dijo que unos señores habían preguntado por usted, pero no se identificaron. Y ya sabe que la policía siempre se identifica.
 
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