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Mundos Rimbau
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                                                           EL TREN DE LAS 22:10

  "Quieres un mundo amable".

    Felipe, el guarda nocturno que acaba de entrar para empezar su turno, dejó la fiambrera sobre la mesa y se acercó a la cafetera humeante que había en el rincón que hacía las veces de cocina y salita. Se sirvió una taza.

   —¿Qué murmuras, jefe –quiso saber.

   El jefe de estación dejó de mirar por la ventana y se acercó a donde estaba Felipe. Tomó su taza y la llenó de café.

   —Me ha venido a la cabeza esa frase cuando la he visto… —dijo, tomando un sorbo, pensativo.

   — ¿Qué hace ahí? –preguntó el guarda, arqueando las cejas sorprendido. Se acercó a la ventana y miró a través de ella—. Puñetas. Se está empapando… ¿No sabe que no hay más trenes hasta mañana?

   — Todo el mundo lo sabe. Quizá le gusta la lluvia. –colgó la chaqueta del trabajo y se puso la suya – Si cuando hagas la ronda sigue ahí, se lo preguntas. 

  —No pensaba hacer la ronda hoy, con la que está cayendo, pero empiezo a sentir curiosidad.

   La idea de salir al exterior, con esa fría y pertinaz llovizna, no le atraía demasiado; sus viejos huesos se quejaban día sí, día también, y prefería pasarse las tranquilas noches sentado en la vieja butaca junto a la ventana, escuchando la radio.

    Desde  que se cerraron las tres minas de fosfatos, doce años atrás, los trenes dejaron de pasar por La Peña casi por completo. Los pueblos que nacieron con las minas, murieron con ellas; ya nadie tenía necesidad de pasar por la angosta ruta de montaña a no ser que fuera a la capital por la ruta más larga. Para ello, solo dos composiciones pasaban por la antigua estación de La Peña, ahora apeadero: Una a medio día, y otra a última hora de la tarde. Pocos viajeros la usaban ya, pero la compañía debía cumplir el contrato que firmó un día, cuando las cosas eran diferentes y se ganaba mucho dinero.

   —No dejes de hacerla, Felipe. Si te pillan los jefes, tendrás problemas. –dijo Antón, desde la puerta—. Hasta mañana.

  — Hasta mañana. Que descanses.

   Felipe se quedó solo, junto a la ventana. Mirando a través del frío cristal, veía el último banco del andén, el que quedaba casi fuera del haz de luz de la última farola. Allí, sentada bajo la fina lluvia, una figura permanecía inmóvil, esperando… ¿Esperando qué?. Vaya tontería.

     Antón no le había explicado qué tenía que ver un mundo amable con aquella figura que ahora, con la oscuridad que poco a poco iba ganando terreno, le parecía fantasmagórica. Todos los posibles usuarios de la línea férrea, sabían los dos únicos horarios de los trenes que podían pasar por allí.

   

 

    Casi sin pensarlo, con esa mujer en la cabeza, se puso el chubasquero que reposaba en un rincón del perchero y salió de la confortable habitación. Antaño corazón de la estación de La Peña, ahora era solo el refugio de dos viejos dividido en dos turnos, donde Antón de día y Felipe de noche, esperaban con ansiedad y resignación una jubilación que no estaba ya demasiado lejos.

     Felipe cruzó el vestíbulo triste y solitario, y salió al andén. La lluvia parecía arreciar por momentos. Siempre le habían gustado los días sombríos, con lluvia, viento y nubes bajas… Pero debía admitir que últimamente, le hacía recordar los años que ya tenía.

   —Qué jodido es hacerse viejo —gruñó para sí, cerrando con su mano las solapas del chubasquero para que el frío y la humedad no le entrara y lo acatarrara para toda la semana.

   Fue recorriendo el andén. Las hojas muertas daban fe que el otoño había entrado ya, reclamando su tiempo de gloria, anticipando un invierno que se antojaba duro y frío. Poco a poco se fue acercando a la misteriosa figura.

    Felipe no se tenía por ningún cobarde, pero a medida que la distancia entre la figura y él se reducía, empezó a sentir un cosquilleo en la boca del estómago.

   Es un fantasma… Una aparición. Cuando me acerque se lanzará sobre mi….

    Tuvo que hacer un verdadero esfuerzo para no dar media vuelta y volver al edificio. ¿Qué le diría a Antón al día siguiente si le preguntaba? ¿Qué había tenido miedo?.

    Cuando estaba a apenas tres metros del banco, la figura levantó la cabeza y le miró. A Felipe casi se le para el corazón. No estaba muy seguro de lo que había esperado ver, pero se sorprendió al ver un rostro de mujer, joven, con unas gafas empapadas de montura de plástico. No era ni guapa ni fea; una chica de unos treinta años como habría miles en el mundo. Bajo una gabardina oscura, se adivinaba una falda negra sobre unas medias de nylon. Sus zapatos eran de medio tacón, también negros.

   —Buenas noches, señorita –dijo Felipe, llevándose una mano a la sien, a modo de saludo— Soy el guarda de la estación. ¿La puedo ayudar en algo?.

    Por un momento, la mujer le miró como si no comprendiera lo que le estaba diciendo. Finalmente, dibujó en su rostro una triste sonrisa.

   —No, muchas gracias –dijo, con una voz extremadamente dulce—. Estoy esperando a mi marido y a mi hijo. Están a punto de llegar.

   —Me temo que está confundida, señorita. No hay ningún tren hasta mañana a medio día. –dijo Felipe, estudiándola con detenimiento.

   —Yo espero el de las veintidós y diez. ¿Sabe si lleva retraso?

   Pese a la sonrisa, el tono era triste. El corazón del viejo guarda pareció encogerse; estaba viendo mucho, mucho dolor.

  —Ya no llega ningún tren a las veintidós y diez, señorita –dijo, en el tono más suave del que fue capaz—. ¿Porqué no me acompaña a la estación?. Le puedo preparar un café. Está usted empapada.

   Ella asintió levemente, y se incorporó.

 

        Sentados junto a la vieja estufa, tomaban sendos cafés. Felipe no dejaba de observarla disimuladamente.

   —Gracias por el café y el refugio, señor…

   —Llámeme Felipe. Y nada de señor. –sonrió él— ¿Quiere que llame a alguien para que la recoja?. Me temo que en el pueblo no hay taxi…

    La mujer le miró con sorpresa.

   —¿Irme?. No, no gracias. Dedo esperar a mi marido y a mi hijo. –fijó la mirada en la taza, como si mirar a Felipe le pudiera sacar de una ensoñación de la que no quería salir. Finalmente, dejó la taza semivacía sobre la mesa, y se levantó—. Debo irme, Felipe. No vaya a ser que no me vean y pasen de largo. Muchas gracias por el café…

    Felipe también se levantó y la tomó suavemente por el brazo. No sabía nada de psicología ni de enfermedades mentales, pero la experiencia que da la edad, le decía que aquella muchacha no estaba bien, que necesitaba ayuda; sabía también que cualquier brusquedad la podía asustar.

   —Pero, va a pillar una pulmonía si sale ahí afuera. Le ruego…

    Otra vez la triste sonrisa desarmó a Felipe. Vió como salía de la habitación y, a través de cristal, como volvía al último banco del andén. Se disponía a coger el teléfono para llamar a la Guardia Civil, cuando notó una ligera vibración. Se quedó muy quieto, poniendo mucha atención a lo que sentía; lo que podía ser confundido con un temblor de sus huesos, se convirtió en una certeza.

   Se acerca un tren. ¡Dios mío, se acerca un tren!

      A toda la velocidad que sus viejas piernas le permitieron, Felipe corrió al andén y se acercó a la vía. Miró hacia donde procedía en ya intenso rumor, pero nada se estaba acercando, y menos, una locomotora. Sin embargo, si cerraba los ojos, notaba que estaba ya llegando a la estación. Se dio la vuelta y, como había supuesto, la muchacha estaba en pié, con una sonrisa radiante que maravillaba su rostro.

   El tren invisible chirrió frenos y casi le pareció ver una nube de vapor. Su viejo reloj de cadena, le confirmo que era la hora que su frio tuétano le gritaba.

   Las veintidós y diez. Me estoy volviendo loco.

   Cuando volvió a mirar a la mujer, ésta ya no estaba sola. Un hombre y un niño de apenas tres años, estaban junto a ella, abrazados casi con desesperación. La mujer miró a Felipe y, pese a que estaba a más de cien metros de distancia y al ruido infernal de la invisible locomotora, el oyó en su cabeza con toda claridad:

   Gracias. ¿Lo ve?. Han vuelto…..

 

 

 

     POR LA MAÑANA.

 

     Sentado junto a la mesa, el sargento de la Guardia Civil, a la cual finalmente Felipe había llamado, esperaba pacientemente que el silbido de la cafetera le alertara de que el café estaba hecho. De pié junto a la ventana, el viejo guarda parecía haber envejecido diez años en una noche.

   Sin volverse, con las manos cruzadas a su espalda, preguntó:

   —¿Me crees, Rosales?

   El sargento Rosales, no mucho más joven que Felipe, sonrió. No había burla en su rostro, sino más bien confirmación.

   —¿Recuerdas el descarrilamiento que hubo en el cuarenta? –dijo, a modo de respuesta.

    Felipe se volvió, muy despacio..

   —¿El del túnel del Espinazo? Claro que lo recuerdo.

   —Murieron más de veinte personas

     La cara de sorpresa de Felipe, fue total.

   —Pero, dijeron que no…

   —El régimen ordenó el secreto absoluto. Al parecer, creyeron que fue obra del Maquis, y silenciaron el asunto para evitar mala publicidad. Yo estuve allí, y vi los muertos, Felipe. –al recordar, el rostro del sargento Rosales se tornó muy grave—. Recuerdo el cuerpo de un hombre que abrazaba con tanta fuerza a un niño de corta edad, que los tuvimos que enterrar juntos… Fue muy jodido,

   —Entonces… crees que ese hombre…

  —Si. Por lo que me has contado que sucedió anoche, si. Ese hombre fue bastante conocido en la capital ¿Recuerdas esa radionovela…?

—¡Quieres un mundo amable! –exclamó Felipe— Claro, con razón nos sonaba…¿Y esa mujer?¿Era la esposa?.

El guardia Civil asintió

    —Por lo que se, la mujer fue internada en un psiquiátrico. Ahora lo llaman frenopático, pero es lo mismo. Murió hace ya unos años. Nunca supo la verdad. Se le dijo que ambos habían desaparecido. Ya sabes cómo eran las cosas en esa época… La gente desaparecía, y más los de esta zona…, por el Maquis… Se trastornó y la encerraron. Fin de la historia.

   —Entonces ¿Vi un fantasma?

   El sargento Rosales puso una mano sobre el hombro del viejo guarda.

   —Viste el final de una historia.., o el inicio de otra…

                 

                                     

 

 

 

 

                                                                                   RECUERDO EMOCIONAL

 La sensación es muy intensa; tan intensa que no puede ser olvidada jamás. Forma parte del instinto con que nacemos y que miles de años de evolución no han podido remitir; un instinto que nos hace, que nos obliga, a proteger, a cuidar, a querer…

     Acunar a un bebé, sentir su piel delicada sobre la nuestra; ver sus ojitos grandes y brillantes que todo lo observan con exagerada intensidad; oír sus balbuceos en apariencia incoherentes y su llanto sin lágrimas cuando quieren hacerse entender…

 

                                                      1

 

     A sus ojos, la habitación era muy luminosa, con un amplio ventanal por donde la luz del sol entraba a raudales. Fuera, había un jardín muy bien cuidado, con rosas de distintos colores y una enredadera verde y fresca que trepaba por la valla metálica que alguien se había encargado de desmallar cerca de una de las esquinas; quizá para que el gato pudiera hacer sus escapadas amorosas, con nocturnidad y alevosía. Un enorme sauce llorón soltaba sus pequeñas lágrimas sobre un césped recién cortado, y aquí y allá pequeños tréboles rompían la monotonía uniforme de la hierba, con cierto aire de rebeldía irreverente.

     En los brazos de la mujer, sentada en una cómoda butaca acolchada al lado de la ventana, un bebé de pocos meses miraba a su alrededor con ojos sorprendidos y curiosos. Cualquier variación en la intensidad de la luz, o el simple velo de una nube pasajera, captaba su atención como si de un mundo nuevo se tratase; un ruido, una pequeña corriente de aire proveniente de la ventana, hacía vibrar su cuerpecito hambriento de estímulos.

  Mamá no dejaba de mirarla. Le gustaba ver en su hija la plenitud de los cinco sentidos; mirarlo todo con ojos sorprendidos, oler las fragancias que entraban por la ventana y el maravilloso olor de mamá, saborear ese pulgar juguetón, de uñas blandas y afiladas, el tacto de la mano que acaricia las suyas y escuchar los arrumacos y murmullos de quien le había dado la vida; esa vida que aprendía a conocer día a día. Cada minuto había algo nuevo y desconocido que acaparaba su atención; el piar de un pájaro, el susurro del viento agitando las hojas llorosas, o el paso de las nubes, proyectando sombras escurridizas y juguetonas en las paredes pintadas con un alegre amarillo mate…

     No puede dejar de mirarla. Es su niña, su vida. Un embarazo fruto de una bonita historia de amor, con esa cruel guerra, lejana, pero siempre presente; esa guerra que se llevó a alguien también muy querido, muy amado. Se fue una mañana de enero, fría y lluviosa para no regresar jamás. De eso hacía ya mucho tiempo… O no. No podía hacer mucho, ya que el fruto de su amor estaba ahora entre sus brazos..

   Bueno, a veces los recuerdos se entremezclan y se vuelven extraños, como imágenes de una película elegidas al azar. Ya está acostumbrada. Nunca son recuerdos malos, ni tan siquiera desagradables. Incluso le parece recordar que su niña ya es mayor, que ha crecido y ya es una mujer. Pero no; no, está aquí, en su regazo, mirándola con esos enormes ojos grises, con ese brillo tan intenso que da vida. Ahora sonríe, mirando a su madre; balbucea intentando hablar, diciendo miles de cosas sin decir ninguna y vuelve a sonreir…

   La sonrisa de un bebé es algo que no solo se ve; es algo que se siente muy dentro del corazón, muy dentro del alma. Nadie permanece indiferente ante un gesto tan auténtico, tan desinteresado, tan vital. Es una sonrisa que se da sin esperar nada a cambio, que se muestra cuando algo alegra su espíritu inocente.

   Pero, a veces, la imagen de su bebé cambia a la niña que será. Puede que la imaginación de una madre juegue un poco con la lógica, y transforme los deseos en imágenes casi reales: rubia, con el largo pelo rizado y esos perennes ojos claros, que cambian según la luz que los acaricie… luego es una adolescente, bella, alta y desgarbada.

   Y ahora vuelve a ser su bebé de ocho meses. Sigue sonriendo, y ella lo estrecha un poco más entre sus brazos. Siente ganas de llorar. Algo en lo más profundo de su corazón, allí donde solo llegamos una vez en nuestra vida, le dice que no es real, que su niña no está allí con ella….

     No. Si que está. Y sonríe de nuevo….

 

 

 

 

                                                                   2

 

 

     La blanca habitación de hospital, solo tenía una cama, una mesita de noche y un viejo sillón. La anciana permanecía sentada junto a la ventana, mirando el lejano asfalto.

    Junto a la puerta de la habitación, una mujer joven y un médico, la llevaban observando en silencio desde hace casi una hora. Finalmente, la mujer rompe el silencio.

   —No me ha reconocido —dijo en voz baja, sin dejar de mirar a la anciana.

   —No se lo tome a mal. Está en un estado muy avanzado —respondió el médico, estrechando brevemente el antebrazo de la mujer. —Pero en cierta manera, si que la ha reconocido. El recuerdo emocional, es el que más perdura en la mente de estos enfermos. Se pierden paulatinamente los recuerdos más recientes, y se mantienen los antiguos. No sabe quién es usted, pero sí que es alguien que un día fue importante para ella. Y en su delirio, está acunando a ese bebé que se ha convertido en una mujer adulta que ella no reconoce…

     —He estado viviendo fuera bastante tiempo. Y, verla ahora sí…

     —No puede valerse por sí misma. Ha olvidado cómo se anda, cómo se come…, en fin, el deterioro cognitivo es muy elevado. Su mente ha dejado de aprender; más bien está “desaprendiendo”…

    La mujer se acercó a la anciana, que parecía murmurar algo al imaginario bebé que estaba acunando.

   —Te quiero, mamá…

   La anciana la miró sin conocerla; pero sus ojos brillaron y se llenaron de lágrimas. Y murmuró:

   —Mi bebé…

 

 

 

 

 

                                                                                      BAJAS ASUMIBLES

    El animal no entiende que venir aquí, es venir a morir. Cuando se ha dado cuenta de su error, ya ha sido demasiado tarde. Servirá de alimento, como lo han hecho todos los demás.
 
    Este era bastante grande. Gigantesco, la verdad. Pero nuestro ataque ha sido perfectamente coordinado y decidido. Hemos tenido bajas, pero siempre las tenemos; es algo que asumimos en pro de la supervivencia. Se ha resistido bastante, eso se lo tengo que reconocer; pero cuando debería haber huido no lo ha hecho y eso ha sido su perdición. Quizá el olor de nuestro almacén ha sido un reclamo demasiado poderoso para que su instinto de supervivencia prevaleciera. O quizá no esperaba un ataque tan devastador por nuestra parte. No lo sé. Lo cierto es que por grande que sea, no tardará en ser descuartizado. Y con un poco de suerte, su carroña atraerá a otros animales que también haremos nuestros…

   Pero no vendamos la piel antes de cazar al oso. Tenemos que asegurar la zona y evitar que nuestros vecinos reclamen la pieza. No nos podemos permitir otra guerra con ellos; ni a ellos tampoco les conviene. Pero ante tamaño trofeo, son capaces de aventurarse por nuestro territorio y causarnos problemas. Estableceremos una zona de seguridad, mientras los responsables de la logística se ocupan de la pieza.

    Nuestra reina estará satisfecha. Probablemente ya estará poniendo más huevos para cubrir las bajas que hemos tenido al cazar al ratón. Toda baja es asumible por el bien del hormiguero…

 

 

 

 

                                                                                              MAMÁ

 Supercalifristico Espialidoso….

       Ya volvía a canturrear esa canción. La oía desde la cocina, donde terminaba de fregar los platos. La niña estaba en la sala, jugando con sus muñequitos de Pocoyó, Pato, Eli y los demás simpáticos y más que odiados amiguitos.

         Dejó escurrir el agua por el fregadero y, secándose las manos, entró en la sala.

   -Hola, cariño –dijo, sentándose en la butaca más cercana a su hija-. ¿Qué haces?

        La niña lo miró con cara de mucha paciencia, casi con condescendencia.

   -Papáaa. ¿No lo ves?. ¡Jugando!.

   -Sí, hija. Eso ya lo veo. Digo la canción.

      El rostro de la niña se iluminó con una gran sonrisa.

   -¿A que es chula?… Me la he enseñado mamá.

   -¿Mamá?. No recuerdo que la cantara nunca….

   -Pues ahora sí la canta. –dijo, volviendo a centrar su mirada en los muñecos.

       Armando suspiró pesadamente. Pese al tiempo pasado, cada día daba la sensación de que se daba un paso atrás. La niña parecía estar bien. La psicóloga del colegio aseguraba que la niña estaba perfectamente, que no mostraba ninguna actitud preocupante: jugaba con sus compañeros, atendía en clase, y se comportaba como la niña de cinco años que era. Pero debía ser muy cuidadoso en cómo enfocar los temas.

  -Pero la canción no es así, vida mía. Es Supercalifragilisticoespialidoso… Te faltan letras. ¿Quieres que escriba la palabra y tu pintas las letras con colores?

    La niña negó con la cabeza, sin levantar la vista de su aparentemente interesante juego. Pero Armando la conocía bien, y sabía que, pese a no apartar la vista de los muñecos, la atención de la niña estaba en lo que estaban hablando.

   -Me gusta más como la canta mamá. Es menos difícil.

  -¿La has aprendido en el cole?

  -Nooo, papáaaa. Me la ha enseñado mamá. Ya te lo he dicho.

   Ernesto descruzó las piernas, y se palmoteó el muslo derecho.

   -Ven, cariño.

     La niña se incorporó y se sentó en el regazo de su padre.

   -¿Cuándo volverá mamá? –preguntó. Estaba sollozando.

      A él se le hizo un nudo en la garganta y los ojos se le llenaron de lágrimas. Afortunadamente la niña, tal y como estaba sentada, no podía verle. Cuando habló, hizo lo imposible para que su voz sonara normal.

   -Sabes que mamá está en el cielo, ¿Verdad?

   La niña asintió, sin dejar de sollozar.

   -Pero –continuó él, en el tono más dulce del que fue capaz- siempre estará con nosotros y nos cuidará.

   -Yo no quiero que esté en el cielo. Quiero que esté aquí. Quiero a mi mamá.

   -Lo sé, lo sé –dijo él, abrazándola fuerte- tranquila, mi cielo. No querrás que te vea llorar, ¿verdad?

   Ella negó con la cabeza.

   -Vamos a hacer una cosa. El papa buscará por internet la canción, y la escuchamos los dos, ¿Vale?

   -¿En el Guglu?

   Ernesto sonrió, con los ojos anegados por las lágrimas.

   -Si, en el google. Vamos.

    Fueron hasta el despacho donde tenían el ordenador. Iban cogidos de la mano. La niña apretaba la suya con fuerza, como agarrándose desesperadamente.

  -Mamá me enseña la canción cuando duermo. –dijo susurrando, como quien cuenta un secreto-. Y me dice cosas –añadió, antes de que Armando pudiera decir nada.

   A él se le heló la sangre. Aflojó el paso, sintiendo un escalofrío que le recorría la espalada.

   -¿Y qué te dice, cariño? –dijo, aparentando una indiferencia que no sentía.

   -Dice que nos vayamos a la casa nueva enseguida.

     No podía ser. Era imposible que la niña supiera la existencia de esa casa. La compraron un año atrás, dos meses antes de que su mujer falleciera. No pudieron disfrutarla, ya que la enfermedad la postró en la cama del hospital los últimos meses, y la pequeña nunca había tenido la oportunidad de verla. Después de su muerte, para Armando resultó demasiado doloroso ir a esa casa, que había sido la última ilusión de la persona que más había amado en su vida. Tenía intención de esperar a que el dolor quedara un poco adormecido para plantearse siquiera acercarse a ella. La niña no tenía manera de saber que había una casa en la montaña.

    -Cielo, esa casa….

   -Papa, me ha dicho mamá que es potante.

   -Importante.

   -Sí, potante.

    Armando se detuvo y se agachó frente a su hija. La miró fijamente.

   -¿Porqué es importante, hija?

   -Porque mamá va a volver muy pronto. Y me ha dicho que volverán muchos. Que nos tenemos que ir a la casa nueva y quedarnos mucho rato allí.

     No habían llegado aún al despacho, ni habían puesto en marcha el ordenador. Pero del fondo del pasillo empezó a oírse una melodía y la letra de una canción…

     Supercalifragilisticoespialidoso…..