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Mundos Rimbau
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Novela (Título en reserva)

08.09.2013 19:51

PRÓLOGO

       El Padre José entró en la vieja casa que el obispado le había cedido para su trabajo de investigación, con la mente ocupada en pensamientos que iban desde cómo redactar el informe al Obispo, a cómo declinar educadamente la petición de ayuda del titular de la parroquia, que decía tener problemas con algunos vándalos que últimamente había hecho destrozos en la iglesia. Distraído como estaba, casi tropezó con su ama de llaves y casera, que le había salido al paso nada más oírlo entrar.

    —Padre, tiene una visita —le dijo la señora Encarna, visiblemente nerviosa.

    El sacerdote, reponiéndose aún de la sorpresa que le había causado la mujer al aparecer de repente, sonrió.

    —Pues dígale que espere unos segundos, subo el maletín y enseguida estoy…

   —Es que le está esperando arriba  —le interrumpió ella, con voz apresurada. Sabía que tenía órdenes explícitas de que no permitiera a nadie subir a la habitación que ocupaba el sacerdote—. Dice que es del obispado y ha insistido mucho y… —añadió, bajando la voz, como hacía cuando chismorreaba los cotilleos del barrio.

      Como la sonrisa había desaparecido del rostro del clérigo, la mujer se apresuró a meterse de nuevo en la portería, murmurando algo sobre la cena y que era tarde. Temía sobremanera los enfados del Padre José, que si bien nunca levantaba la voz, si que era muy insidioso con sus comentarios si algo le molestaba. Que alguien subiera a su habitación sin permiso, le había enfurecido con toda seguridad.

    Reprimiendo un exabrupto, el cura subió los dos tramos de escalera con premura, pues solo conocía a una persona que se atreviera a enfrentarse a la robusta casera y ese alguien estaría, estaba seguro, revisando sus notas y curioseando sus papeles.

 

   La puerta estaba entornada, por lo que solo tuvo que empujarla levemente para entrar. Un hombre alto y delgado, vestido con una elegante sotana con perfecto planchado, permanecía de pié junto a la mesa llena de voluminosos tomos, papeles y carpetas. Entre sus manos, sostenía uno de aquellos volúmenes, que parecía centrar toda su atención, ya que no se volvió cuando el Padre José entró. Pero le había oído, porque, con un tono de voz tranquilo, dijo:

 —Magnífico ejemplar. Me pregunto cómo consigue usted estas maravillas.

 —Siempre es un placer verle, reverendo —dijo a su vez el Padre José sin disimular el tono irónico. Dejó el maletín sobre la silla al lado del lecho—. ¿A qué debo tan ilustre visita?

   Ignorando la pregunta del sacerdote, el hombre cerró cuidadosamente el pesado libro que había estado mirando, y lo dejó con delicadeza sobre la mesa. Alzó los abrazos con ademán de abarcar todo lo que había sobre ella.

 —Pagado con los fondos del obispado, por supuesto —dijo, en un tono suave y resignado, exagerándolo conscientemente. —Pero, dígame una cosa, Padre José…

    Se volvió y miró a su interlocutor con unos ojos que no acompañaban la sonrisa que dibujaban sus labios, entre una barba perfectamente recortada; tan perfecta, que parecía postiza. Continuó:

—Dígame, mi muy respetado colega. ¿Es necesario todo este… —dudó, como buscando la palabra que se ajustara a su pregunta, volviendo a mirar todo lo que había sobre la mesa— …derroche?

—No sabía que tuviera que rendir cuentas al secretario del señor Obispo de los gastos ocasionados por el trabajo encomendando por el Arzobispado —respondió, haciendo énfasis en Arzobispado—. ¿Debo a eso su visita?

   El elegante sacerdote, no logró disimular del todo que el comentario le había molestado. El Padre José se anotó una pequeña victoria.

   —Por supuesto que no, mi buen amigo —respondió el secretario— Simplemente sucede que me molestan los despilfarros inútiles. Y su labor aquí, permítame que se lo diga, no está dando los frutos que se esperaba.

   —Ya. Y viene usted a poner fin a mi trabajo… —dejó caer el Padre José, adivinando que no había venido para eso: Si hubiera sido ése el motivo de su molesta visita, el sacerdote de sotana habría mostrado una actitud mucho más altiva y ofensiva.

 

   —No. Me gustaría, pero parece ser que nuestro excelentísimo Señor Obispo sigue confiando en usted, cosa que no deja de sorprenderme, si le soy sincero. Mi visita —prosiguió, cortado la réplica que seguro iba a recibir— se debe a motivos más… digamos, más altos.

 De un portafolios negro que había permanecido hasta ese momento fuera de la vista, sacó un sobre acolchado.

   —Esto es para usted —dijo, entregándoselo.

    El Padre José tomó el sobre. Era del tipo que se usa para el envío de objetos pequeños que necesitan de cierta protección por su fragilidad. Vio que no tenía remitente, solo su nombre escrito con una caligrafía fina y elaborada.

 — ¿Puedo saber de qué se trata y quien la envía? —preguntó, mirando fijamente al secretario del Obispo, que permanecía frente a él. Quizá esperaba que abriera el sobre en su presencia. 

—Ya se lo he dicho. De lo más alto. —respondió, con una mueca de indiferencia.

    La actitud del hombre molestó al sacerdote, cansado ya de lidiar siempre con ese personaje cada vez que tenía la desgracia de encontrarse con él. Con una sonrisa, esta sincera, preguntó:

 — ¿De Dios Nuestro Señor?

    El rostro del enviado del Obispo enrojeció. Apretó los labios para reprimir una respuesta que no se avenía con el cargo que ostentaba ni su solemne indumentaria eclesiástica. Inspirando profundamente, finalmente respondió.

    —De Roma. Viene de Roma…Del Vaticano, para ser exactos. El Prelado del Papa en nuestro país, se la ha hecho llegar al Arzobispo, con instrucciones precisas de que se le entregara a usted en mano.

    El Padre José, pese a la impresión que había sentido al oír que aquel sobre provenía del mismo Papa, se rió sin poderlo evitar. Era una risa sincera que molestó enormemente al enviado del Obispado. Y más se sonrojó cuando el sonriente sacerdote le dijo:

   —Entiendo ahora porqué está tan molesto. Le han usado a usted de mensajero, de cartero. —volvió a reírse, abiertamente— La próxima vez que me traiga un recado, hermano Massegué, se lo puede dejar a mi casera o esperarme abajo, en la salita. No es necesario que estropearme el día con su presencia.

   El aludido, ofuscado y con cara de pocos amigos, tomó su portafolios y fue hacia la puerta, con paso decidido. Antes de salir, se volvió y, clavando unos encendidos ojos en el sonriente e irreverente ministro de Dios que se estaba riendo de él, preguntó en tono inquisitorio, buscando sorprenderle:

—La botella de Oporto que esconde en la estantería, ¿También es financiada por el Obispado?

   Lejos de sorprenderse, el Padre José dejó de reír y, con una sonrisa divertida respondió:

  —No, mi querido secretario, es un obsequio del Obispo al que usted presta sus servicios. ¿Le apetece una copa antes de irse?

    Acompañado por la risa del clérigo, El Padre Massegué abandonó la estancia dando un portazo. Solo por fin en su habitación, el Padre José, sonriendo aún por la situación vivida, dejó el sobre encima de la silla donde tenía su maletín.

  —Una copita de Oporto no estaría nada mal, por cierto —dijo en voz alta. Y se echó a reír.