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Mundos Rimbau
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Bienvenidos.

   Este va a ser un pequeño escaparate donde mostrar los resultados de una de mis aficiones más primerizas: escribir. Se inició hace tres décadas, aunque son pocos los que han entrado en mi mundo. Es aquí y ahora, donde un proyecto que me ronda por la cabeza desde mi adolescencia, puede ver la luz.

  Agradecería que los que tengan a bien leer lo que aquí vean, se pasen por el Libro de Visitas para dejar un comentario o una crítica de lo que ha leído. Es el modo de aprender. Y me queda mucho..

 

Estelas de condensación.

EL PADRE JOSÉ

22.09.2013 07:39
                       EL PADRE JOSÉ.
 
El sacerdote entró en la vieja casa que el obispado le había cedido para su trabajo, con la mente ocupada en pensamientos que le preocupaban desde hacía días. Ensimismado como estaba, casi se dio de bruces con la señora García, ama de llaves y casera, que le había salido al paso nada más verlo llegar.
—¡Padre José! Tiene una visita —dijo la mujer, visiblemente exaltada.
Lo primero que pensó el sacerdote fue en la policía política y un escalofrío le recorrió el cuerpo. Por un momento, le temblaron tanto las manos que temió que la mujer se diera cuenta. Afortunadamente, ella parecía mucho más nerviosa que él.
Inspirando profundamente, intentó que su voz sonara lo más normal posible cuando dijo:
—Bien. Deme un par de minutos para que suba mi maletín y...
—Es que le está esperando arriba —y se escurrió como una anguila hacia la portería. La mujer sabía que tenía indicaciones precisas de que nadie subiera a la habitación sin permiso. Antes de desaparecer tras la cortina que separaba su vivienda de la entrada, dijo— Dice que viene del obispado y ha insistido mucho. No pude negarme —y desapareció en su cubil.
El padre José debía haberse enfadado pero, era tal el alivio que sentía al saber que no era la policía quien le esperaba en su habitación, que olvidó rápidamente el desatino de la señora García. Con la respiración agitada aún por la descarga de adrenalina, empezó a subir las escaleras. ¿Quién podría ser? De repente, la idea clara de quien le esperaba arriba se fraguó en su mente en fracciones de segundo. Si venía del obispado, solo podía ser… ¡¡El padre Lorenzo!! Aceleró el paso. Como ya esperaba, la puerta de su habitación estaba abierta.
El intruso estaba de espaldas , ojeando lo que parecía ser un antiguo volumen. No podía verle desde donde estaba, pero el padre José estaba convencido de que había estado pendiente para oírle llegar y montar así su numerito.
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—Magnífico ejemplar, sin duda —dijo sin volverse— Me pregunto dónde conseguirá usted estas maravillas. Son muy difíciles de encontrar.
El padre José dejó el maletín sobre la silla junto a la puerta. Con un suspiro paciente, dijo:
—Siempre es un placer saludarle, padre Lorenzo —no intentó disimular el tono irónico con que le había saludado—¿A qué debo el placer de su visita?
Como respuesta, el hombre dejó el libro que estaba ojeando sobre la mesa. Teatralmente, abrió los brazos como queriendo abarcar con ellos todos los tomos que descansaban sobre el escritorio.
—Todo este derroche... Pagado con el dinero del obispado, por supuesto.
—Eso no le concierne. No sabía que el secretario del obispo tuviera la potestad de poner en entredicho un trabajo ordenado por el arzobispado —recalcó la palabra—. ¿A eso ha venido? Vaya al grano, padre. Estoy perdiendo tiempo. Y la paciencia.
—Solo me hago eco de lo que se oye por el obispado, mi buen amigo. Tómelo como un aviso. Dígame ¿de verdad trabaja usted para el arzobispo?
—Si lo duda, no tiene más que preguntárselo al Reverendísimo señor Arzobispo.
—Lo haré, no le quepa duda. En cuanto tenga ocasión.
—Pues tenga a bien decirme de una vez qué le trae por aquí. Si solo es una visita de cortesía, se la podía haber ahorrado.
El padre Lorenzo tomó el portafolios que había dejado sobre la mesa y extrajo de él un sobre. Lo depositó sobre la mesa.
—Es para usted. Ha llegado por valija diplomática con orden de ser entregado en mano.
—Vaya. ¿Quién me lo envía?
—Buena pregunta. Viene de lo más alto.
—¿De Dios, Nuestro Señor? —el padre José no pudo evitar la ironía en el tono de su voz.
El otro sacerdote se sonrojó.
—¡Es usted un blasfemo! —exclamó—. Viene de Roma. De la Santa Sede.
Esta vez fue el padre José el que se sorprendió. Ignorando por completo al padre Lorenzo, se acercó a la mesa y cogió el sobre. Solo aparecía su nombre, sin remitente alguno.
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—Tiene usted amigos en las altas esferas —dijo el padre Lorenzo—. Pero solo espero que cometa un error, un solo error.
—Vaya con cuidado, no vaya a ser usted el que lo cometa.
Sin esperar respuesta, centró su atención en la misiva que tenía en la mano. Una carta de Roma solo podían ser malas noticias. Para mantener la seguridad, el protocolo que se había acordado era muy claro: mantener al mínimo los contactos entre los grupos operativos. No había comunicación segura, ya que las líneas telefónicas podían estar intervenidas y las radios, fuera del ámbito militar y policial, estaban rigurosamente prohibidas. Solo las palomas mensajeras, tan usadas durante siglos, mantenían una leve pero segura comunicación. Únicamente se usaban para comunicarse entre puntos fijos y libres de vigilancia policial; desde que Juan XXIV llegó al papado y mostró su animadversión por todo lo nazi, cualquier edificio religioso o que formara parte del patrimonio de la iglesia, corría el riesgo de ser vigilado. Cometer un error significaba la muerte para alguien, o algo peor.
—¿No la piensa abrir?
El padre José dio un respingo. Había olvidado por completo al portador de la carta.
—No es para usted, amigo mío. Si va dirigida a mí creo que queda claro que su presencia está de más. Si es tan amable…—.Señaló la puerta.
—Hay más cosas —dijo el padre Lorenzo, rojo de indignación.
Con una mueca de fastidio mal disimulado, el padre José se sentó y cruzó las piernas. No añadió nada más y esperó a que el otro sacerdote terminara de decir lo que fuera que lo había llevado a visitarle.
—Han preguntado por usted. Supongo que eran de la policía —se llevó una desilusión. Había esperado ver alguna señal de malestar o de preocupación, incluso de miedo. Pero el rostro del inquilino de la habitación permanecía impasible— Quizá debería haberlos mandado aquí.
—Puede hacerlo, padre. No tengo nada que esconder.
Le estaba costando trabajo mantener la compostura. Si la policía —y no precisamente la municipal— le estaba buscando, solo podía significar que había habido otra filtración y alguien le había delatado. De ser así, corría un serio peligro. Tenía que averiguar qué estaba pasando y lo que pudieran saber de él.
—¿Por qué supone que era la policía? —intentó darle un todo neutro, como si no le importara.
Pero el padre Lorenzo lució una sonrisa radiante, de triunfo.
—Vaya ¿preocupado? No tengo la menor idea de si eran policías o no —se echó a reír—. El celador de la entrada del obispado dijo que unos señores habían preguntado por usted, pero no se identificaron. Y ya sabe que la policía siempre se identifica.
 
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